Sobre la pintura de A. Santamarina.

Sobre la pintura de paisaje y las “texturas” pictóricas de Amparo Santamarina.


Auch das unnaturlichste is Natur”. (“También lo innatural es naturaleza”).
GOETHE.

Presentamos una exposición pictórica en la que el paisaje se nos muestra en cuanto que eje discursivo pictórico. Quienes se detengan a contemplar estas obras detectarán que, justamente con ellas, su autora les está posibilitando apreciar aspectos de la realidad que con anterioridad les habían pasado desapercibidos. No son éstos unos paisajes convencionales, pues hay algo en ellos que los diferencia –como bien colegirá el espectador avezado- de cualquier otro abordaje que sobre esta temática se haya ensayado. (Si fuésemos capaces de hilvanar, con criterios de organización sistemática, tales aportaciones, la suma de todas ellas configuraría un “panel paisajístico” tan vasto que nos forzaría a ensanchar aún más nuestro diafragma perceptivo). Pero la representación del asunto del paisaje, cuyos testimonios han venido corriendo parejos al devenir existencial humano, no está –por fortuna- cerrada. En cada época histórica los artistas que trataron la temática paisajística añadieron al prolífico legado recibido nuevas interpretaciones, contribuyendo con sus diferentes ensayos al enriquecimiento de tan plural –y siempre personalizado- elenco de testimonios artísticos. Y en nuestro presente se continúa investigando –tal y como se seguirá haciendo en tiempos venideros- con renovados procedimientos, materiales y medios técnicos, en esa línea de recreación, y aún de evocación (no faltando en otros casos los propósitos de alteración o mixtificación) del motivo paisajístico. Pues el paisaje no es sólo un concepto en continua transformación, sino que contribuye a modificar el sentido de lo artístico, estimulando el pensamiento estético con nuevos retos.

La pintura de Amparo Santamarina se inserta en el actual contexto artístico de vías exploratorias que han cifrado en el paisaje su punto de convergencia, prosiguiendo así el totum continuum de la siempre inacabada historia de la pintura de paisaje; una historia –ésta de la representación del paisaje-, jalonada por las sucesivas etapas a través de las que ha ido discurriendo nuestra mutante -dada su inherente ambigüedad semántica- 
conceptualización de la “naturaleza”. Queda a las claras que no es su intención llevar a cabo una topografía de cariz  naturalista, y ni siquiera que haya en ella el menor propósito representativo de esa naturaleza sobre la que proyectamos nuestra mirada. Tampoco podríamos calificar su obra como síntesis entre la realidad “natural” y la metáfora poética (entre otras cosas porque el paisaje no es un sinónimo de naturaleza, como tampoco lo es del medio físico que nos rodea o sobre el que nos situamos). Si damos por incontestable que el paisaje cultural es un enlace objetivo e inseparable de la belleza natural y de la artificial, asumiremos también que la pintura se sitúa más allá de lo que la naturaleza misma ya le ofrecía, puesto que se trata de una obra artificial (en definitiva toda aquella que los humanos han creado ex novo); y con tal razonamiento constataremos también que la pintura que su autora ahora nos ofrece es una “construcción” cultural. En este sentido, el paisaje es, en realidad, una auténtica “construcción” ideológica, un “paisaje mental” elaborado a través de los ingredientes culturales introyectados. (Sirvan al respecto las contundentes aseveraciones de Gaston Bachelard, que encajan a la perfección en este pliegue especulativo: “Rien ne va de soi. Rien n’est donné. Tout est construit”. (“Nada es evidente. Nada está dado. Todo es construido”).

Dicho de otro modo, los “paisajes” pintados por Amparo Santamarina son la resultante tangible de la adecuada combinación de elementos formales que tiene su basamento en la teoría del color. Ella mira el paisaje desde la pintura (la “pintura de paisaje” quedó desde hace mucho entronizada en la categoría de “género” artístico), de tal modo que cada uno de sus paisajes supone la traslación al lienzo de un determinado concepto mental, construido por asociaciones de recuerdos (de interiorizadas percepciones, de estímulos sensitivos aprehendidos), más que por estratos geográficos descriptivos de su corteza o epidermis. Se trata, pues, de una pintura alejada por completo tanto de los procesos geológicos que configuraron tal paisaje como de los efectos atmosféricos que lo envuelven. Aquí el polisémico término “naturaleza” se despoja de cualquier connotación alusiva hasta conseguir que su significado no sea otro que la configuración de una rigurosa composición de formas y colores. Se concibe, por tanto, esta formulación paisajística desde una firme convicción de dotarla de entidad autónoma, nada referencial, cuidando al máximo que el paisaje surja por él mismo, sin vinculación –ni siquiera aparente- a la narración (ausente) sobre la que pudiera asentarse. (Creemos sinceramente que la presentación del paisaje sin pretexto narrativo es la clave que posibilita –en nuestro tiempo histórico- la necesaria “puesta al día” de la pintura de paisaje). Pues si, en efecto, el arte pictórico del paisaje es –dicho de manera estrictamente conceptista- un conjunto de formas y datos perceptivos, su constitución estética deberá partir de las inherentes “leyes” de la forma y de la conveniente disposición de los materiales empleados. A nadie se le escapa que tanto el orden como la relación entre los elementos condicionan el resalte de las formas. De tal manera que esas “combinaciones de formas y colores” (a las que llamamos “cuadros”), en definitiva son “totalidades” compuestas por partes vinculadas entre sí (engarzadas por leyes intrínsecas tales como la semejanza, la simetría, la proximidad, el cierre, la continuidad de dirección…), cuyo mutuo reforzamiento conforma la resultante unidad del “todo”.

Y es que estamos ante unas pinturas gestadas desde la mirada estética de una artista. (Todos los artistas de cualquier época y cultura se han singularizado por la proyección de su mirada estética, y –con ella- su intención artística sobre el mundo). Como no podría ser de otra manera, la mirada estética de Amparo Santamarina es, ante todo, cultural, ya que los concluyentes procesos de construcción y aprehensión de la realidad por ella urdidos van tejiendo la especificidad de cada obra en un constante juego de sintetización de lenguajes, significaciones y representaciones.

Vistos en conjunto, se aprecia en estos paisajes la nota común de la demarcación de una línea de horizonte que sirve de elemento divisorio (de racionalización) entre dos ámbitos bien definidos. Sabido es que la línea horizontal (al igual que la vertical) es una posición de carácter simbólico definida en el plano. Si bien la naturaleza no es un estricto marco físico, el perfil de separación nítidamente señalado del horizonte contribuye, al menos, al establecimiento de sendos niveles favorecedores de un entendimiento –siempre complejo, por su versatilidad poliédrica- del paisaje, bien sea éste devenido como “escenario”, o de focalización en una concreta y delimitada “imagen del territorio”. Aquí la autora acota una superficie de recepción, no con ánimo narrativo pero sí “espectacular”. En tales “encuadres” de los espacios discontinuos (la influencia de la fotografía es aquí –como en cualquier obra auténticamente moderna- notoria y patente), se encara visualmente un fragmento de la realidad, una porción seleccionada del amplio panorama natural, que nos llevará –inconscientemente- a su estiramiento o ensanche visual en horizontal, un desplazamiento al que prestará su preciso servicio la movilidad del ojo.

Si no contradecimos la idea de que el paisaje es una determinada forma de aprehensión y apropiación del espacio geográfico, daremos por bueno que -en lo que se refiere al “punto de vista”-, en el paisaje la visión es parcial, subjetiva, ya que nos mueve a una mirada introspectiva. El paisaje –permítasenos la ironía- no aspira a levantar un acta visual de ese territorio que nuestra mirada ha convertido en lugar, pues es en el lugar donde se produce la interacción entre sujeto y territorio (o paisaje). A la hora de acometer su representación espacial, el “punto de vista” del pintor presupone una visión relativa, siendo la visión una suma de fragmentos que se completan o se contradicen. Según este razonamiento el discurso paisajístico más que describir los “rasgos faciales” de los paisajes, lo que lleva a cabo es una descripción de la mirada; o –si se prefiere-, que lo que enuncia no es tanto el objeto como el sujeto de la enunciación. La autora de estas pinturas ha procedido a trasladarnos una referencia mental de un fragmento de paisaje, pues aquello que –como pintura- está frente a nosotros, para ser apreciado en sus propios valores plásticos, no se corresponde con ningún trozo de naturaleza trasplantado tal cual (o como pudiera ser interpretado) ante nuestros ojos.

En cada uno de los cuadros que ahora se exhiben prima un color determinado. Su conjunto conforma un amplio abanico de acrílicos sobre tela, de diferentes formatos, seleccionados por la propia artista de entre los realizados en el periodo 2005 a 2009. Los colores elegidos para cada obra paisajística son el verde, el azul, el naranja, el pistacho, el amarillo, el rojo… Obviamente la elección de estos tonos de color no ha sido fruto del azar. A la zaga de una funcional interacción entre ellos, Amparo Santamarina ha profundizado en los estudios sobre física del color, ciñéndose al cromatismo que fue aplicado en la cerámica vidriada del siglo XVIII.

Una mirada escrutadora sobre estas telas recala de inmediato en la utilización de tintas planas que otorgan un carácter de uniformidad a determinados espacios del cuadro. Pero tales tintas planas -contrapuestas, a veces, con zonas de gestualidad- no han sido aplicadas de forma estrictamente homogénea, pudiendo rastrearse la presencia de ciertas texturas, apreciables visualmente aunque no merced al sentido del tacto. Viene ello a subrayar el que su proceso de realización sea lento, pausado (varias capas de color, con sus obligados tiempos de secado, situando los lienzos en posición horizontal para que no se produzca el más leve derrame de la pintura). Se podrá apreciar, asimismo, la presencia de sutiles veladuras que realzan la sensación óptica de espacialidad, y la utilización de polvo de mármol y de tramas para la consecución de sus peculiares texturas. (Quizá lo más atrayente para la mirada sensitiva sean precisamente estas originales texturas –que lo son en cuanto que simulan una estructura entretejida impecablemente adherida al soporte-, prolijamente estudiadas tanto en la pigmentación de su “cocinado” pictórico como en la meticulosidad del emplazamiento exacto de las partículas con que las teje). Con este modus faciendi se logra un idiosincrásico registro de formas a través del color (tratado en función de sus intrínsecas afinidades o de sus enfrentados contrastes), que –en ocasiones- sugiere la presencia (inexistente) de collages.

Su visualización nos remite a vistas de montañas y llanuras, de diferentes espacios de mar, de columnas de aire o de lluvia, incluso referencias al invierno o a la brisa, paisajes y reflejos. Apreciaremos también desconchados y tramas, transparentes aguas marinas, el plano ilusorio del horizonte… Con todo, lo que estremece nuestra sensibilidad estética es “la pintura” que de ellas emana, la disposición de sus luces y texturas con las que ha eliminado la frágil diferenciación entre “lo natural” y “lo artificial”, además de constatar que mediante el exclusivo uso de la pintura se puede transmitir no sólo aquello que se ve, sino también lo que se siente. (El hecho de interrogarse sobre el paisaje presupone la necesidad de respuestas acerca del significado del mundo, querer averiguar de dónde vienen los conceptos de orden y armonía, plantearse el problema de la relación entre estética y ciencia…).

Cuando nos situamos ante estas pinturas de paisaje absolutamente silentes, que rezuman una sensación de calma atemporal, dada su pureza esencial, es lógico que las entendamos así, tan despojadas como están de otras presencias. No apreciaremos en ellas sino la ausencia humana. Pero tales lugares donde reina la soledad, intencionadamente deshabitados, están humanizados. (Se podría abundar sobre estas cuestiones, subrayando que la constitución del paisaje natural en objeto estético es obra del hombre y de su historia; que lo que convenimos en llamar el arte del paisaje es un resultado humano; que lo bello natural no tiene nunca existencia independiente de la conciencia sociohistórica de cada época). A partir del momento en el que el ojo se sitúa en un espacio dado, éste se convierte en “lugar”. Percibimos a la vez que nos proyectamos en lo percibido. Aunque muda, entre mirada y espacio existe la presencia de un diálogo (o una confrontación), o también de una ausencia, o de una transformación… Y será la intencionalidad estética aplicada en la contemplación la que transfigure un “lugar” en “paisaje”.

En estas obras que Amparo Santamarina nos ofrece para el goce de la contemplación, el paisaje ha sido tratado tal y como cualquier artista que se precie trata los otros temas: como una invención. (Aunque pueda parecer contradictorio, es quizá la pintura de paisaje la que mejor nos permite calibrar hasta qué punto los pintores –como los espectadores- miramos la realidad de la naturaleza a través de la invención). En el supuesto –como se ha escrito- de que el paisaje no exista, ésta sería una razón de fundamento para seguir inventándolo; una manera artística de proseguir combatiendo (es decir, curando poco a poco), la esclerosis de nuestra mirada.

Tenemos la certeza de que lo verdaderamente importante para su autora es que el pintar tenga sentido. Nos afianzamos en la convicción de que su auténtica meta radica en la transformación del paisaje en la plasmación de una idea estética. Y en que su personal desafío se ha cifrado en que tal pintura de paisaje (la cual lícitamente puede interpretarse también como un dinámico código de símbolos) incite al ejercicio de una mirada contemplativa. Quizá sólo pueda haber (pintura de) paisaje –fidedigna, sincera, fehaciente- cuando ésta da fe de que hay en ella inequívocas señales de interpretación (claro está,  siempre subjetiva, poética, estética). Amparo Santamarina nos muestra que el paisaje tiene una “piel” que otros no habían visto todavía; y que el pintar (en íntima conexión con el “ver”) produce cuadros que son el resultado del “ver”, pues si ella puede verlos es porque puede pensarlos. Ése es su ofrecimiento.



                                                      Juan Ángel Blasco Carrascosa
                                                      Catedrático de Historia del Arte.
                                                      Universidad Politécnica de Valencia.